Grandeza y coraje de Antonio Maceo
Por María Elena Balán Saínz
Fue un día de gran emotividad el 14 de junio de 1845, cuando el matrimonio de Marcos Maceo y Mariana Grajales pudo acariciar al pequeño que acababa de nacer. Lo nombraron Antonio, y no obstante los prejuicios raciales y la situación que vivía Cuba, tuvo una infancia feliz.
Su padre se había casado con Mariana Grajales en 1843, después que ésta tuvo cuatro hijos con su primer esposo. El futuro Lugarteniente General del Ejército Libertador fue el primer descendiente en común de la pareja.
Antonio cursó solamente la primera enseñanza, nivel permitido a un niño negro en aquella época, pero su educación se consolidó con la formación moral que recibió en el hogar y su afán por cultivar conocimientos, en lo que influyó su padrino Ascencio, quien vivía en la ciudad de Santiago de Cuba.
Tenía alrededor de 17 años cuando comenzó a ir a Santiago para comerciar los productos que cultivaban y atender los asuntos de la hacienda familiar. En esos viajes entró en contacto con patriotas quienes influyeron en la decisión que tomaría en el futuro: hacer libre a Cuba.
Integró la Logía Oriente, donde había revolucionarios cubanos y personas de ideas avanzadas. Allí completó una etapa de su formación el joven Maceo, quien pocos años después se sumó a la Guerra de los Diez Años para conquistar, tras relevantes triunfos frente al enemigo, cada uno de sus grados militares y el prestigio que lo hizo ser respetado hasta por sus contendientes.
Hay numerosas anécdotas que ilustran la grandeza y el coraje de este patriota, quien en el occidente del país durante la guerra iniciada en 1895, organizó una red de agentes al servicio de la causa revolucionaria. De ese modo pudo penetrar el despacho del Capitán General Valeriano Weyler y conocer secretos militares del ejército español.
Otro de los hechos demostrativos de la astucia de Antonio Maceo quedó recogido en la historia el 26 de abril de 1896, cuando reinició sus operaciones la División peninsular del General Suárez Inclán en Vuelta Abajo.
El combate comenzó cerca del demolido ingenio San Jacinto y continuó en las lomas del Rubí. Tres columnas españolas vinieron como refuerzo y una cuarta chocó con la avanzada de Maceo por el camino de la Lechuza. Aunque el jefe insurrecto pudo hacerle frente, la escasez de municiones lo puso en una situación muy difícil.
Maceo, al notar que el enemigo avanzaba sin encontrar hostilidad, escogió a seis de sus ayudantes y salió del campamento. En un punto del recorrido, los siete insurrectos tropezaron con la columna enemiga a la distancia de 30 o 40 metros.
Entonces Antonio Maceo y los seis combatientes quedaron de súbito frente a los españoles y detuvieron sus caballos e hicieron fuego.
Luego, retrocediendo, marcharon veloces por un estrecho sendero entre la manigua, pero ¡vaya sorpresa!, al avanzar se percataron de que tenían cerrado el paso por alta y fuerte alambrada.
Solo el corcel de Maceo sería capaz de saltar. Los ayudantes rogaron a su jefe que aprovechara para escapar, mientras ellos pudieran detener al enemigo.
Pero el audaz guerrero usó una estrategia que desconcertó por completo a los representantes de la Corona.
Un hombre del coraje y la astucia de Antonio Maceo siempre encontraba salida ante las situaciones difíciles. Al verse acorralado, volvió por el camino andado y casi chocó con el enemigo, que estaba a punto de penetrar en aquel trillo.
Los jinetes españoles no podían sospechar la causa del retroceso de los mambises por el mismo sendero y al escuchar la voz de ¡Al machete! pensaron que detrás de aquellos hombres venía un escuadrón. Entonces vacilaron sobrecogidos y ese momento psicológico salvó la vida del Titán de Bronce y sus ayudantes.
Con aire de muchacho travieso, el jefe mambí decía jocosamente: “Huyan que nos cogen los Panchos”. Aunque sabía el peligro que atravesaban, Maceo se mostraba seguro.
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augusto leon grajales hincapie -
antonio -
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