LA HABANA TUVO UN CURIOSO BALNEARIO
Por. María Elena Balán Saínz
Quien visita o vive en La Habana, la ciudad que este 16 de noviembre cumple 487 años de su fundación como Villa, no se imagina que esa amplia avenida paralela al malecón, con olor a salitre y un paisaje verde azul que se pierde allá, en el infinito, fue lugar donde se dieron cita los habaneros de mejor posición social a partir de 1854 para probar con beneplácito la frescura de un baño de mar, pero no en los arrecifes del litoral, sino en unas pocetas abiertas a golpe de pico por negros esclavos.
Aquello era algo sensacional en la época y a la par que hacía las delicias de los bañistas, representaba un fuerte filón para el propietario del balneario, que cobraba veinte centavos o el doble de esa cifra si los bañistas usaban las toallas que ofrecía, junto a un calzón o batilongo, los cuales constituían los trajes de baño que estaban de moda en aquellos tiempos, cuando se trataba de enseñar lo menos posible.
Desde La Punta hasta donde está hoy la estatua del Lugarteniente General Antonio Maceo, en el malecón habanero, estaban ubicadas las pocetas horadadas en los arrecifes, allá por la medianía del siglo diecinueve.
Se cuenta que los propietarios de aquellos balnearios los alquilaban a empresarios explotadores, a razón de 3 500 pesos por temporada, y comprendía desde el primero de abril hasta el último día de octubre.
Las pocetas abiertas en las rocas tenían, generalmente, unos doce pies cuadrados, con seis u ocho pies de profundidad, y contaban con peldaños hechos en el mismo arrecife, además de dos aberturas de un pie, por las que entraba y salía el agua y evitaba así el baño a mar abierto.
De esa forma se contaba con una medida segura ante el posible acoso de los abundantes tiburones que merodeaban por las costas habaneras.
LOS BAÑOS DE MAR SE AMPLIARON CON NUEVOS BALNEARIOS.
Hacia 1864 surgió otro lugar de atracción para los pobladores de la capital del país: los baños en la playa de Marianao, adonde los veraneantes se trasladaban en coches tirados por caballos en un viaje que duraba dos horas.
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Allí un catalán llamado Francisco Tuero edificó unas casetas que tenían dos taburetes de cuero, percheros y un largo ropón de percal rojo, para quienes desearan usarlo. Las mujeres se bañaban dentro de un reservado de paredes de yagua y pencas de palma.
Como era un negocio jugoso, surgieron otros dueños y sociedades y en los primeros años del 1900, se crearon nuevos balnearios para la aristocracia habanera, que luego se modernizaron.
Con el tiempo las rudimentarias casetas se transformaron en clubes exclusivos y los ropones para bañarse en pequeñas trusas.
Las piezas para el baño siguieron evolucionando, hasta llegar al hilo dental, aunque cada quien los usa según su gusto y selección.
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