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María Elena Balán/ Arca de cubania

Cultura

LA HISTORIA DE UN CUBANO Y LA MONA LISA

LA HISTORIA DE UN CUBANO Y LA MONA LISA

Por María Elena Balán Saínz 

Mientras en estos días se especula si la Mona Lisa estaba embarazada cuando Leonardo Da Vince la pintó en un lienzo que permanece en el Museo del Louvre, en Cuba se recuerda a Mérido Gutiérrez, un músico, devenido periodista, fallecido el cinco de mayo de 1992, quien afirmaba haber sido el compositor de la emblemática canción que inmortalizó en el pentagrama a La Gioconda.

La enigmática sonrisa de esa mujer nacida en el 1479, hija de un fabricante de lanas de Florencia, Italia, fue atrapada magistralmente por el pincel de Leonardo Da Vinci, y pasados 527 años de su natalicio sigue siendo noticia, no solo por el deterioro detenido a tiempo por los expertos en el delgado panel de álamo en el cual el ilustre artista pintó la imagen, sino también por todas las conjeturas tejidas en  cuanto a su verdadera identidad y a un presunto embarazo que se le atribuye ahora.

 Lo cierto es que esta mujer ha inspirado a escritores y músicos. De la historia que relaciona a un cubano con quien fuera esposa de Giulanio, hijo menor del famoso Lorenzo de Médicis, llamado también El Magnífico, puede decirse que surgió en los años de la década de 1940, en la ciudad de Nueva York.

El entonces joven Mérido Gutiérrez, después de iniciar una carrera musical en Holguín y otras ciudades del interior de Cuba, viajó a La Habana,  donde se presentó en el concurso de la Corte Suprema del Arte, un programa de la emisora CMQ para los aficionados. Allí salió triunfador junto a  la mezzosoprano Alba Marina, con quien tuvo que compartir los 50 pesos entregados como premio.

 A partir de ahí se presentó en los hoteles Sevilla y  Nacional, sitios que se mantienen en perfecto estado de conservación y constituyen destinos turísticos muy solicitados. También trabajó junto a Rita Montaner en el restaurante El Chico, adonde concurrían músicos muy reconocidos como el mexicano Pedro Vargas y los cubanos Sindo Garay y Ernesto Lecuona. 

Después de alcanzar éxito con el trío Los Criollitos, Mérido Gutiérrez, como otros muchos cantautores se vieron afectados por la llegada a la Isla de los novedosos traganíqueles, que fueron desplazando a quienes ofrecían su música en los restaurantes habaneros. A esto se sumaba la disminución de la llegada de turistas, debido al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

 Con tal situación financiera, Mérido Gutiérrez emigró hacía la ciudad norteamericana de Nueva York, con su título de  técnico de laboratorio clínico y sus ansias de continuar siendo artista.
En Nueva York escribió la canción

La gran urbe no llenó sus expectativas y sus sueños fueron a parar a un empleo de lavaplatos, logrado tras abonar 10 dólares, en el Hotel Empire. Allí recibía cada semana 25 dólares por sus servicios.

En esa rutina vivió durante dos años, alquilado en un apartamento que le quedaba a unas pocas cuadras del lugar donde laboraba. Como estaba cerca, hacía el recorrido caminando y durante uno de esos días en que iba a cumplir de forma rutinaria su quehacer,  una molesta nevada le hizo detener el paso y entrar en una galería para esperar que mejorara el clima.

Allí se exhibía la famosa pintura realizada en 1503 por Leonardo Da Vinci, que había sido traída desde Francia para ser mostrada en la populosa ciudad neoyorquina. 

 Como a toda persona amante del arte y la cultura, aquella imagen impactó grandemente al músico holguinero, quien mirando a La Gioconda comenzó a tararear lo que luego llevó al pentagrama.

Pasados los años, contaba Mérido Gutiérrez que de regreso al apartamento donde residía, comenzó a escribir estrofa por estrofa la canción que más tarde se haría famosa en la voz de Nat King Cole. Pero tanta notoriedad no llegaría al compositor holguinero, porque circunstancias económicas lo condujeron a quedar en el anonimato de la autoría.

Despedido de su empleo del Hotel Empire, el inmigrante cubano  trabajó en el hotel Waldorf-Astoria y en otros tantos lugares.

  

 Pasado un tiempo de aquel día en que dio vida a la Mona Lisa en el pentagrama musical, y apremiado por la necesidad de mantenerse él y también a su familia, que ya era más numerosa desde la llegada de las gemelas Madelin y Carolina, después del nacimiento de su hijo Franklin, el compositor holguinero  agrupó varias de sus composiciones y fue a venderlas a una firma discográfica.

 No pensó entonces en que su Mona Lisa obtendría Disco de Oro en la voz de Nat King Cole, al lograr un millón de copias vendidas en 1949.La bella melodía había sido grabada por el sello discográfico Capitol, de Estados Unidos, con el  acompañamiento musical de la orquesta de Nelson Ridle,  antiguo miembro de la famosa orquesta de Glen Miller.

Pero la firma autoral no reconocería al cubano Mérido Gutiérrez, quien apremiado por problemas económicos había vendido junto a la pieza, todos los derechos de autor. Desde entonces aparecería bajo el crédito de Jay Livingston y Ray Evans.

 Si bien Mérido Gutiérrez no alcanzó la fortuna con su Mona Lisa, sí fue un hombre afortunado al triunfar como un profesional de la prensa en su natal ciudad de Holguín, donde su familia y su pueblo, lo recuerdan con entrañable cariño.

Como homenaje a este compositor y periodista, en el complejo cultural Plaza de la Marqueta, núcleo principal del centro histórico de la ciudad de Holguín, existe un establecimiento bautizado con el nombre de Mona Lisa, concebido específicamente para la venta de cassettes y discos compactos de música.

 Es un sitio para la evocación de la famosa pintura realizada en 1503 por Leonardo Da Vinci, y  también un recuerdo permanente a La Gioconda  que el holguinero Mérido Gutiérrez llevó al pentagrama musical.
 
 
      

Carlos Enríquez y el Hurón Azul

Carlos Enríquez y el Hurón Azul

Por María Elena Balán Saínz   

Un ambiente cargado de misticismo y leyenda envuelve la que fue vivienda y estudio del pintor Carlos Enríquez, uno de los mayores exponentes de las artes plásticas cubanas en la primera mitad del siglo XX.  La curiosa vivienda fue construida bajo la inspiración de una estación de trenes de Pennsylvania, y el artista la bautizó con el nombre de El Hurón Azul, en alusión a una piel de ese roedor que curtió y luego pintó del mencionado color.   Después de casi medio siglo de su fallecimiento, ocurrido el dos de mayo de 1957, la casa donde recibió a intelectuales, diplomáticos y otros amigos y en la cual tuvo de modelos a tres hermosas mujeres (Sara, Eva y Germaine), está abierta al público como uno de los patrimonios culturales más apreciados en la capital cubana.   Sin embargo, tiene muy poca divulgación en las opcionales que se les presentan a los turistas que visitan La Habana, a pesar de que ese sitio constituye un buen exponente no solo del turismo cultural, sino también de naturaleza en la periferia de la ciudad.    La singular vivienda se enseñorea en un primer plano, a la entrada de la pequeña hacienda, donde el halo místico que la distingue ha dado cabida a los rumores de la vecindad, que afirma ver en noches claras los cuerpos desnudos de Carlos y Eva, una de sus esposas, paseando entre los arbustos.   Quizás tales creencias hayan surgido por la sensualidad y el exotismo que el pintor reflejó en sus obras, como se aprecia en la pintura mural Las bañistas de la laguna, que se conserva en la salita de la casa y destaca el hermoso cuerpo de la francesa Eva,  a quien también le hizo otros cuadros como Eva desnuda.   Aparece en ese recinto un retrato de Germaine, otra de sus esposas, y en el que sobresale aún por encima del brazo la transparencia de sus senos.   Desde la salita se sube por una escalera de madera hasta la habitación que sirvió de estudio a Carlos Enríquez.    A Alberto Valcárcel, especialista de la casa museo, le preguntamos por las curiosas huellas de los pies del pintor que permanecen, pese a los años, en los escalones y que han dado paso a diversas versiones.   Una de ellas es la de Sara Cheméndez, la bella muchacha que a partir de los 15 años de edad, en la década de 1930, posó para Carlos Enríquez y le inspiró la famosa obra El Rapto de las mulatas.  Contaba Sara que un día, cuando el artista descansaba en una hamaca amarrada en el patio, la soga se partió y él cayó al suelo. La joven, que lo miraba a través de una ventana desde lo alto, dio un grito y Carlos subió las escaleras corriendo.  En la prisa puso los pies en una bandeja de pintura amarilla y sus huellas se quedaron marcadas en los escalones.   Según nos relató Alberto  Valcárcel, se dice también que Carlos fue pintando y provocando las huellas, para luego dejarlas solo veladamente como algo perceptible, pero a la vez tenue.    Señala que signos cabalísticos permanecen encima de la puerta de entrada, lo cual se identifica como su carta astral. También quedaron las evidencias de las botellas de cerveza que enterraba en el jardín, después de ser consumido su contenido.  Nos dice que entre pinturas y dibujos, incluyendo los bocetos, en la casa museo se conservan más de 140 obras originales de Carlos Enríquez, mientras otras permanecen en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, y en colecciones personales tanto en Cuba como en otros países.   Apunta que el artista no puede ser identificado solamente como el pintor de la sensualidad y las transparencias, pues fue también un gran retratista y  un hombre que a través del pincel y el óleo denunció los males de la república en su tiempo, como lo evidencia su obra Combate y otras.  PERSONALIDADES  VISITARON EL HURÓN AZUL  La casa de Carlos Enríquez, ubicada en la calle Paz, entre Constancia y Lindero, Párraga, municipio de Arroyo Naranjo, a unos 10 kilómetros del centro urbano de la capital cubana, fue visitada en otros tiempos por personalidades y según citan los cronistas allí se habló en seis lenguas diferentes, tanta era la fama y el interés que despertaba la obra del artista y su forma peculiar de tratar a sus invitados.  Lo que más brillaba de la intelectualidad de la primera mitad del siglo XX estuvo en la hacienda, entre ellos el venezolano Rómulo Gallegos y el español Juan Ramón Jiménez, pues Carlos Enríquez además de pintor fue escritor.  Hombre calificado como un bohemio, rebelde por naturaleza, atrapó a través del pincel, el óleo o la acuarela la naturaleza exuberante del trópico, la sensualidad femenina, las tradiciones del hombre de campo.  Ejemplo sobresaliente de lo anterior es el cuadro El rapto de las mulatas, para el que mandó a fustigar un caballo, mientras su joven modelo, Sara Cheméndez fue atada al corcel, con el fin de lograr una imagen real.  Pero también fue Carlos Enríquez un hombre de premoniciones y no le gustaba aceptar homenajes. Sin embargo, cuando en 1957 se decidió a inaugurar una muestra personal, estando ya muy enfermo y arruinado, la muerte le sorprendió el dos de mayo, cuando faltaba muy poco para la inauguración.  Murió pintando en su casita de El Hurón Azul, esa misma que conserva su legado y que resulta un sitio de singular interés.